Buscaba aparcamiento y un hombre vestido con un mono amarillo le indicó desde lejos, con una mano, que se desviara hacia un parking cuya entrada le había pasado desapercibida a pesar de estar situada en su rutinario trayecto diario. Tuvo que girar bruscamente para acceder a la boca que se le ofrecía y observó que ninguna barrera impedía el paso.
El coche comenzó a descender suavemente al tiempo que el acceso se iba estrechando y oscureciendo. Con la luz de los faros sólo se distinguían las paredes de un largo túnel que continuaba su trayectoria sin trazas de que concluyera en un lugar abierto donde se suponían ubicadas las plazas de aparcamiento.
Intentó frenar pero el declive empezaba a ser importante y cada vez le resultaba más difícil de controlar el vehículo. La pendiente se hizo insoportable, obligándole a ir prácticamente con el pie en el freno hasta que un fuerte olor a quemado indicaba que el coche bajaba ya a su aire, conducido sólo por la gravedad. Pretendió abrir la portezuela para saltar pero ésta golpeaba con la pared que estrangulaba el espacio.
Por fin, vislumbró a lo lejos (o mejor, en lo profundo) lo que se asemejaba a una pared, algo luminosa, hacia donde, si nada lo remediaba, se estrellaría sin remisión.
Su grito coincidió con el impacto del coche sobre una masa blancuzca y casi transparente, de consistencia gelatinosa y pegajosa, que fue envolviendo la carrocería hasta hacerla desaparecer, dando lugar a unas burbujas que estallaban en su interior.