Se arrastraba por el barro
esperando que alguna cámara grabara su intrépida hazaña. Después de una hora,
cuando el vientre ya no le respondía, se levantó y de un salto se encaramó en
la rama más baja de un árbol cercano. Aguardó más de cinco horas en cuclillas,
aterido de frío, siempre oteando el horizonte. Nadie advirtió su enorme
vocación de intérprete de películas de aventuras.
Bajó del árbol y cabizbajo
regresó a su cabaña, prefabricada y adquirida en unos grandes almacenes, donde,
limpiándose la frente con el codo, pellizcó un mendrugo de pan sobre el que
acomodó un buen trozo de chorizo. Después, se dejó caer en un jergón donde
prepararía, en silencio, la aventura del día siguiente.
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