EL MENDIGO
Desde hacía algunos días, un mendigo se sentaba, a veces dormitando, en los escalones de los soportales de la calle Torneros que yo tomaba a diario tras cruzar la Plaza Alta.
Su cabello era rubio aunque ya cobrizo por la suciedad que lo envolvía. A sus pies yacía una lata grande, como las de conservas de atún, esperando las limosnas, pero siempre estaba vacía.
El martes, dejé una moneda en la lata, salpicando el aire con un leve tintineo. Sin dar siquiera las gracias, algo que me molestó, el mendigo tomó diligentemente la moneda y desde su asiento la arrojó con tino a una alcantarilla al borde del acerado. Seguí mi camino discurriendo sobre el extraño proceder del pedigüeño.
En días sucesivos observé que el mendigo se comportaba de la misma manera cuando alguien soltaba alguna moneda en la lata. En una ocasión, que yo pudiera ver, realizó la misma operación con un billete para lo cual tuvo necesidad de incorporarse con dificultad hasta hacerlo desaparecer entre las rejillas de la alcantarilla. Nunca agradecía los óbolos.
No he podido resistir la tentación y esta mañana decidí indagar sobre el motivo que impulsaba al mendigo a perder el dinero de forma tan inaudita.
Pero en el lugar donde se sentaba sólo permanecía, como muda señal de su presencia, una mancha de mugre en el suelo. Pasé al lado de la alcantarilla y sin saber por qué, algo me impulsó a dejar caer una moneda a su través. El sonido metálico que escuché cuando concluyó su caída me resultó familiar. Del interior de la alcantarilla surgió una voz, que con acento educado y melodioso dijo: ¡GRACIAS!
30-marzo-2011
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