TIEMPO BLANCO
Ella salió de la habitación más despacio que de costumbre. Sus pasos apenas hirieron las baldosas y dejó un leve perfume a poros jóvenes. Tendría unos veinticuatro años pero aparentaba aún menos. Su pelo, tan simétrico que no parecía natural, caía de manera perfecta hacia unos hombros redondos y blancos como bolas de billar. Yo solía mirarla sin que ella se diera cuenta y dejaba en suspenso la lectura introduciendo un dedo entre las hojas del libro mientras iba descubriendo nuevos rincones de su cuerpo.
Ahora ella no estaba y me dormí con el recuerdo de su pelo flotando en el volumen del cuarto, ya sin su aire. La vi en sueños vagando por un camino alfombrado de hierba alta que ocultaba sus pantorrillas. Llevaba la cara sucia y el pelo enmarañado, pero aún se mantenía bella. Lloraba sin lágrimas y su llanto se atascaba entre golpes de tos. Su falda raída se enredaba en la maleza y mientras más aceleraba, más profundas e invisibles eran sus lágrimas.
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Aunque apenas imperceptible, el ruido de la puerta al entreabrirse fue suficiente para despertarme. Entró suavemente, como se fue. Las canas brillantes aún dejaban entrever parte de su antiguo color almendra. Algunas arrugas terciaban su cara y los párpados se apoyaban cansados sobre unos ojos mortecinos. Sus hombros tendían a descolgarse buscando un apoyo imposible y su espalda, encorvada, obligaba a mantener el equilibrio de unos pies menudos que se arrastraban buscando unos pasos seguros.
No quise mirarme al espejo.
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