domingo, 24 de julio de 2011

El Crucero (cuento)


EL CRUCERO

En un crucero hay algo peor que un naufragio. Y es que te toque un tío pesado que no se despegue de ti durante todo el viaje.

Amanda y yo habíamos reservado, hacía meses, un crucero de siete días de duración para celebrar nuestro quinto aniversario de boda. En la primera jornada, durante el almuerzo, se nos sentó al lado un hombre de baja estatura, algo grueso y calvo que, una vez que se presentó, estuvo hablando hasta los postres. Al principio nos resultó un tipo muy simpático y dicharachero y hasta cierto punto disfrutamos de su compañía. Era de esa clase de personas que antes de hablar de sí mismo se remonta a varias generaciones para ponernos en situación.

Por la tarde, nos abordó en el bar de cubierta mientras tomábamos un café y no nos abandonó hasta bien entrada la noche. La cena fue un monólogo por su parte. Conocíamos toda su vida y todas las circunstancias personales que puedan ocurrírsele a uno. Nos retiramos al camarote y apenas nos habíamos desnudado sonaron unos golpes en la puerta. Era él, con un ridículo pijama a rayas y sonriendo comentó en voz alta:

  • ¡Vaya! ¡Qué casualidad! ¡Somos vecinos! Os he visto entrar en el camarote frente al mío.

Costó media hora de conversación en la puerta hasta que se marchó, no sin seguir hablando, al tiempo que reculaba hacia su camarote.

Al segundo día intentamos cambiar de lugar durante el almuerzo (teníamos reservado el mismo sitio durante toda la travesía) pero nos fue imposible. Al segundo plato, me dolía la cabeza de escuchar su salmodia sin fin. Creíamos que conocíamos ya toda su vida pero iban apareciendo nuevos temas de conversación a cual más intrascendente y aburrido. Aprovechaba cualquier asunto para repasar todo su repertorio.

  • ¿Sabéis como se preparan unas buenas alcachofas? Mi abuela que vivía en la finca “El Corralillo” las hacía de lujo.

Y se explayaba con la receta de su abuela y después nos explicaba como era “El Corralillo”, cuantas hectáreas tenía, qué castaño daba mejor sombra a la hora de la siesta y bla, bla, bla.

La noche de disfraces, cuando Amanda y yo nos creíamos salvado pues íbamos de fantasmas, se nos acercó disfrazado de vampiro y golpeándonos en los hombros dijo:

  • ¡Os he reconocido, fantasmitas!

No se despegó de nosotros en toda la noche.

Otro día, durante la siesta, volvió a llamar de manera insistente en nuestro camarote y con una risa estúpida preguntó

  • ¡Parejita! ¿Teneis por ahí un cortaúñas de los buenos?

Y señalando sus pies desnudos añadió:

  • ¡Tengo garras en vez de uñas! ¡Y se me han olvidado los alicates en casa!

Y dando risotadas entró y se acomodó en una silla comenzando a referir lo que le ocurrió a un tío-abuelo suyo en la guerra cuando tuvo que cambiar de botas por culpa de las uñas que le crecían de una manera descomunal.

Otra mañana, durante el desayuno y en voz alta, nos recriminó de manera “cariñosa” haciendo un gesto muy expresivo con la mano:

  • ¡Vaya! ¿Qué pasó anoche? ¡Ni el ruido del barco fue capaz de tapar el meneo de la litera!

Amanda enrojeció y yo con una sonrisa fingida desvié la conversación consiguiendo que el individuo cogiera el hilo de su propia madeja verbal que no soltó hasta concluir el desayuno.

La cuarta noche, en la que Amanda y yo queríamos celebrar nuestro aniversario con champán en un reservado del pub musical, se nos acercó sentándose en nuestra mesa, diciendo

  • ¡Vaya, parejita! ¡De celebración! ¿no? ¡Permitirme que me una a vuestra alegría!

Y llamando al camarero pidió una copa donde se sirvió una buena dosis de cava.

El hombre conocía perfectamente nuestros horarios de comidas y por mucho que la modificábamos siempre coincidía en la mesa con nosotros. Amanda y yo apenas disponíamos de algunos momentos de intimidad y nos desplazábamos por el barco mirando a un lado y a otro para no encontrarnos con el "plomo", como lo llamábamos entre nosotros.

La noche última, me encontraba sólo en cubierta fumando mientras Amanda se arreglaba para la cena, cuando el hombre apareció a lo lejos acercándose a mí y diciendo en la distancia

  • ¡Que bonita noche hace! ¡Os he estado buscando toda la tarde! ¿Dónde os habéis metido?

Amanda y yo, habíamos estado prácticamente escondidos en la sauna del gimnasio, de donde salimos arrugados como pasas.

De pronto por mi cabeza, como en una película, pasó la escena. Miré hacia el agua y dije al hombrecillo con voz de vigía.

  • ¡Mire! ¡Un atún enorme al costado del buque!

El hombre intentaba verlo en la penumbra

  • ¡No veo nada!

  • ¡Inclínese más! ¡Ya le he dicho que está casi pegado al casco!

Sacó la cabeza a través de la barandilla, elevando algo los pies, momento que yo aproveché para agarrarlo por las piernas a la altura de las corvas y de un fuerte impulso lo arroje al mar. El viento y el ruido del barco silenciaron su estentóreo grito. Nadie, salvo yo, permanecía en esa zona de cubierta.


Ocupamos nuestro lugar en la mesa. La silla del hombre permanecía vacía esperando a alguien que nunca se sentaría en ella. Dije a Amanda

  • ¡Esta noche presumo que va a ser una noche inolvidable!

Amanda sonrió y dijo

  • ¡No cantes victoria! ¡El "plomo" puede aparecer en cualquier momento!....

  • ¡No lo creo…! Contesté a media voz. "Los plomos no flotan" - pensé para mis adentros-

......    Y esa noche Amanda y yo hicimos el amor mejor que nunca.


13-junio 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario